El cuento de la hormiga, la dama y la lengua

Esta semana se ha desatado la polémica entre los ilicitanos debido a un vídeo viral en el que se aprecia que una hormiga pasea por el busto de la Dama de Elche. Al ya existente movimiento a favor del retorno de la dama ibérica de 2.500 años de edad a su localidad de origen, se ha sumado la indignación de los vecinos y la duda sobre si el Museo Arqueológico Nacional es el mejor lugar para su conservación. El propio alcalde de la ciudad publica en twitter su intención de pedir explicaciones sobre lo acontecido.

Bien, la lógica más aplastante nos indica que esta polémica es tan absurda, como el movimiento a favor de traer el busto. La Dama de Elche prácticamente preside el Museo Arqueológico Nacional desde su reciente reforma, y sus medidas de seguridad son la envidia de cualquier museo nacional. No es que sean mejores, es que no se puede comparar los recursos de nuestro museo local con el nacional. Además de esta seguridad y protección, está el hecho de que en el MAN sólo el pasado año fue visitada por 507.253 personas. Si nos sentimos orgullosos de esta pieza, lo lógico es permitir que el mayor número de personas posibles puedan conocer nuestra ciudad a través de nuestro más preciado icono.

Fuente: http://www.nationalgeographic.com.es/temas/dama-de-elche

Pero frente a toda esta lógica hay argumentos emocionales y culturales que son tan válidos o más que los lógicos. Imagen icónica de nuestra ciudad, es normal que los ilicitanos sueñen con su vuelta. El ataque a esta entidad, aunque sea a manos de un pequeño y ridículo formícido (vamos, una hormiga) es suficiente como para sentir que atacan el corazón de nuestra ciudad. Así ilicitanos de toda condición y signo político nos aliamos para defender el busto y, ofendidos, solicitar aún con más fuerza su vuelta a Elche. ¿Dónde podría estar mejor cuidada que en casa?

Si bien los primeros argumentos son más sólidos, lógicos y reflexionados, en nuestro día a día nos suelen ganar nuestros argumentos emocionales o culturales. Es normal, porque por más que ciertas ideologías intenten repetirlo una y mil veces, no somos seres lógico-matemáticos ni tampoco piezas de un sistema meramente económico. No sacrificamos a nuestro anciano cuando dejan de ser productivos, porque los amamos. Tampoco tenemos hijos para conseguir mano de obra para aumentar la riqueza familiar, ni nuestros mejores amigos coinciden con las personas a las que laboral o económicamente más nos interesaría acercarnos.

Ahora bien, ¿y si fuera posible aunar lógica y emoción? Imaginemos que el transporte no fuera un problema y que pudiéramos tener unas buenas medidas de seguridad. La dama estaría en Madrid todo el año, a salvo y a la vista de medio millón de turistas. Pero en verano, época en la que Madrid se queda vacía, las costas se llenan de turistas y los ilicitanos celebrar sus fiestas, la dama estaría en casa. Casi como si volviera para aprovechar las vacaciones de verano y disfrutar de nuestro sol. Todos cederíamos un poco, pero todos saldríamos ganando.

Por último vamos a hacer ahora un último acto de elucubración. Imaginemos que nuestra seña de identidad no sea un busto de piedra caliza construido por una cultura perdida en la historia. Imaginemos algo aún más cercano, más propio. Algo que nuestros abuelos dieron a nuestros padres, y estos a nosotros. Algo que tenemos en casa, pero que también estaba en casa de la “iaia”, o de la “tieta”. Algo que defina nuestro nombre, el de nuestra ciudad, o el de aquellos rincones donde pasamos aquel verano y conocimos a aquella persona. Algo como una lengua.

Podemos llegar a puntos intermedios abriendo medios de comunicación, traduciendo parte de nuestro acervo cultural, o enseñando la lengua de los abuelos a los nietos para que no se destruya. Pero también podríamos, cual jauría de fornícalos, atacar y destruir ese busto lingüístico bajo el rodillo de la lógica y la economía más dictatorial “¿Para qué sirve?” “¿Por qué perder el tiempo en algo que no sea el castellano y el inglés?”. Podríamos atacar nuevos planes lingüísticos en los colegios, o llamar extremistas a quienes intentan abrir una pequeña televisión autonómica. Podemos molestarnos cuando salen a llorar a sus víctimas en su lengua o cuando a un golpe de vista no identifican nuestra lengua materna para dirigirse a nosotros en la lengua “que toca”.

Pero si decidimos esto, como ilicitanos molestos y organizados para pedir el retorno de nuestra dama a casa, tendremos que comprender que se enfaden, se indignen y se organicen. Si las hormigas siguieran entrando, si la vitrina se rompiera o nuestra dama se desquebrajase, no lo pensaríamos mucho. Iríamos y nos traeríamos a nuestra Dama a casa como sea. De la misma forma, si seguimos atacando lenguas y costumbres se distanciaran, se enfadarán y, en el peor de los casos, se acabarán marchando. Que nadie espere que los ilicitanos no se vengen de quien haga mal a su dama, pero que ningún ingenuo piense que un colectivo verá con pasividad morir a su lengua.

Tradicional lanzamiento de hueso de oliva de Cieza (Murcia). Fuente: La Opinión

La cultura forma parte fundamental de la identidad de un colectivo. Murcianos, valencianos, tinerfeños, aragoneses, etc. Cada cual tenemos nuestra patria chica, nuestras fiestas, nuestro equipo local de futbol, o nuestro tesoro arqueológico. Parece impensable que en un país tan rico y diverso en tantos aspectos, tenga tantos problemas para comprender la importancia de unas lenguas autonómicas. Más aún si tenemos en cuenta que en 2016 casi la mitad de los españoles (21.397.349) vivía en una comunidad autónoma con una segunda lengua.

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